História: La estatua de los bailarines (A Estátua dos Dançarinos)
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El taxi llegó y Juanita subió. Abrió su libro Guía para turistas.
“Quiero ver La estatua de los bailarines”, dijo, leyendo la página.
El taxista se giró. Era un hombre joven con ojos brillantes y el pelo despeinado. “¿La estatua de quién?”
Juanita le mostró el libro.
“¿De cuándo es esto? Ni siquiera tiene fotos”, se rio él. Miró la contraportada. “¡Mil novecientos ochenta y seis!”
“¡Es una guía clásica para turistas!”, explicó Juanita. “Es mucho más auténtica.”
“Deberías llevarla al museo, les encantará.”
“Si no sabes dónde está la estatua, solo dímelo.”
“Conozco cada centímetro de esta ciudad”, dijo el conductor. “He vivido aquí toda mi vida.”
“Que comenzó después de mil novecientos ochenta y seis”, dijo Juanita.
“Escucha, estamos orgullosos de nuestra historia. La estatua sigue ahí, pero el nombre debe de haber cambiado. ¿Puedes describírmela?”
“¿Por qué? ¡Hay cientos de estatuas en esta ciudad!”
“Te he dicho que conozco cada centímetro. ¿No me crees?”
“Bueno… Vi una foto en la biblioteca. Pero ¿qué puedo decirte? Es de piedra. Los bailarines están bailando. Llevan ropa tradicional.”
El conductor lo pensó un momento. “Hay ocho estatuas que podrían ser”, dijo por fin.
Juanita parecía impresionada, pero escéptica.
“¿Todavía no confías en mí? Muy bien, escucha. Te llevaré a cada una de las ocho estatuas, una por una. Si no encontramos la correcta, no pagarás nada. ¿Trato hecho?”
El conductor le tendió la mano. Juanita rio y se la estrechó.
“Hugo”, dijo el conductor.
“Juanita.”
Era un día precioso, y Juanita disfrutó contemplando la ciudad por la ventana. Hugo hablaba sobre la ciudad mientras conducía. Gracias a él, ella observó detalles increíbles y disfrutó de la ciudad como una lugareña. Pronto, Juanita guardó su libro.
La primera estatua no era la correcta, pero Hugo seguía sonriendo. “Tienes suerte”, dijo. “Ahora verás el río, de camino a la estatua número dos.”
“Esta tampoco”, dijo Juanita cuando llegaron a la segunda estatua, y otra vez al llegar a la tercera.
“Mejor aún”, dijo Hugo. “Ahora podemos tomar un atajo por unas calles preciosas y pasaremos por la iglesia antigua.”
El recorrido de Juanita por la ciudad continuó. Cuando llegaron a la estatua número ocho, ya era el atardecer.
“¡Esta tampoco es!” dijo Juanita riéndose.
Hugo no le cobró el trayecto a Juanita. Se disculpó por no haber encontrado la estatua.
“Por favor, no te disculpes”, dijo Juanita. “Escucha, te he hecho conducir por toda la ciudad y ni siquiera te he pagado. ¿Puedo invitarte a cenar?”
Había un pequeño restaurante justo al otro lado de la calle. Les dieron mesa rápidamente y Hugo ayudó a Juanita a entender el menú. Al poco tiempo, ambos disfrutaban de una deliciosa comida local, charlando alegremente.
“Tengo que decirte algo, Juanita”, dijo Hugo, mientras tomaban café aquella noche. “Debería haber terminado de trabajar al mediodía. Es que… no quería despedirme.”
“Yo también tengo que decirte algo”, dijo Juanita, mirándolo por encima de su taza. “La estatua de los bailarines… era la segunda.”